La fuerza que tienen las historias es que nos reconocemos en ellas, y entendemos así que tampoco somos una rareza y que todos pasan por circunstancias semejantes, buenas y malas, terribles a veces. La fuerza que tienen las religiones es que están construidas con historias que vuelven a contarse una y otra vez, que se recrean de mil maneras, y que permiten consolidar los lazos en una comunidad para darse calor unos a otros —nadie quiere estar fuera del rebaño—. De nuevo Semana Santa, vuelta a las estaciones de la pasión de Cristo. Primero, el prendimiento en el huerto al que Jesús se había dirigido con sus discípulos y donde fue arrestado por los guardias que enviaron los sumos sacerdotes y los fariseos. De ahí lo llevaron a casa de Anás, después a la de Caifás, y por fin al pretorio, donde lo entregaron a Poncio Pilato. “Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley”, les dijo el prefecto romano de Judea. Ellos contestaron: “Nosotros no podemos matar a nadie”.
Así que Pilato se dirigió a Jesús para saber de qué iba tanto revuelo. Le preguntó si era el rey de los judíos. Él le respondió que su reino no era de este mundo. Siguieron conversando; Jesús le explicó que había venido al mundo “para dar testimonio de la verdad”.
La escena sigue siendo profundamente inquietante. Pilato tiene el poder de decidir si aquel hombre que le habla de una manera tan enigmática puede seguir viviendo. En el Evangelio de Juan se recoge en ese momento una cuestión que queda en el aire, y que sigue resonando desde entonces sin respuesta. “Le preguntó Pilato: ‘¿Qué es la verdad?”. Nada dice Jesús, nunca se sabrá si llegó a contestar.
La verdad, qué verdad, qué es la verdad. Pilato volvió a salir donde estaban los judíos, cuenta Juan. Les dijo: “Ningún delito encuentro yo en él”. No sabía muy bien qué hacer en medio de ese embrollo. Se le ocurrió una salida. Existía una costumbre entre los judíos que le permitía a Pilato liberar a un prisionero en Pascua. Les preguntó si querían que fuera Jesús. Le respondieron que preferían que soltara a Barrabás. “Barrabás era un salteador”, aclara el evangelista.
Pilato mandó entonces azotar a Jesús, los soldados trenzaron una corona de espinas que le pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto púrpura. “Aquí tenéis al hombre”, les dijo Pilato. Escribe Juan que los guardias y los sumos sacerdotes gritaron: “¡Crucifícale, crucifícale!”. Donde mejor ha quedado expresado ese momento quizá sea en La pasión según san Juan, de Johann Sebastian Bach. “Tomadle vosotros y crucificadle, pues yo no hallo crimen en él”, dice Pilato. Y es entonces cuando entra el coro con una potencia atronadora. “Wir haben ein Gesetz, und nach dem Gesetz soll er sterben”. Es como si de pronto se desatara una furia incontrolable, como si cabalgaran centenares de jinetes con las espadas brillando al sol y se dirigieran sin ninguna clemencia contra el que ha sido señalado y le arrancaran de un tajo la cabeza. “Nosotros tenemos una ley y según esa ley debe morir”, clama la jauría, y las voces del coro se alzan como una masa compacta y vuelven una y otra vez, se pisan unas a otras con esa misma fijación, con esa profunda convicción que surge de algún sitio recóndito y que reclama sangre. Tenemos una ley y dice que debe morir “porque se tiene por hijo de Dios”. Las viejas historias cuentan mejor que nadie lo que sigue ocurriendo hoy. Por mucho menos la muchedumbre que se expresa en las redes levanta como bandera su ley, y de inmediato crucifica, vaya si crucifica, al señalado. Nada nuevo bajo el sol.
Jose Andrés Rojo
Link Original